“Nos está quedando un futuro estúpidamente cojonudo”, y allí continúan.
Rafael conseguía su primer trabajo de periodista nada más acabar la carrera. En el diario provincial necesitaban a alguien para el verano. A la semana oyó hablar de ese pueblo en el bar a un abuelo. Un pueblo inaudito, intrépido, temperamental, de donde nace todo y nadie conoce, como la fórmula de la coca cola. Beber la realidad sin saber en realidad lo que bebes.
Así que en su primer día libre se presentó. Había que llegar a Villarejo desde el puerto de Cosa y tomar un desvío asfaltado. En la entrada, un cartel de loza con la hoz y el martillo suspiraba el nombre del lugar: Las Alegorías. Según la hora la loza cambiaba su decoración con flechas, yugos, cruces, estrellas o banderas multicolores.
Ya había oído que aquel pueblo no era normal. Preguntó a un señor que de perfil era gordo y verosímil pero tenía un semblante de inutilidad si se incorporaba. Resultó ser el alcalde pedáneo, José. Rafael alegó interés sobre el asunto estrella en la redacción: la despoblación.
“¡Huy!, aquí de eso no hay. Aquí cada día que amanece el número de tontos crece” contestó el primer edil con parsimonia.
José Globalimbecilización sabía todo del lugar. Un lugar mágico que según la hora era pueblo grande, urbanización, acrópolis del conocimiento o masía de preocupaciones triviales. Consciente y obediente ante la diversidad del mundo mundial, José cambiaba cada día de sexo o de visión multigénero. Eso le ayudaba a ver el pueblo de distintas maneras a la par que igual de mal; un pueblo que, a causa del aburrimiento, crecía sin parar.
El cicerone con bastón carecía de sombra al sol y planeaba en sus ojos cierto egocentrismo contenido. No tardaron en encontrar un vecino que apodaban el Tío Memes. Desarrapado y algo tosco según palabras de José, era algo borracho y siempre andaba riéndose como los locos desde su casa a la taberna, donde su alcoholismo no le impedía estar atento a cualquier idiotez que sucedía a su alrededor.
Más adelante pasamos por una ferretería que vendía un poco de aquí y otro de allá. Estaba en la Calle Ancha (aunque era bastante estrecha). Era la tienda Honorio Bilgates. No debía de caer muy bien. En sus tiempos de concejal de festejos suspendió un concierto de Miguel Bosé. Nadie sabe bien por qué.
En la plaza del Mercado charlaban dos mujeres de sus cosas. Consuelo Deslocalización era tía del alcalde. Isabel Tutorial era su prima, y según confesó, siempre andaba preparando asuntos importantes. Una sabia, susurró su tío con aire complaciente, siempre haciendo cosas.
Un vecino malhumorado nos seguía con una gran comitiva. Era César Tuiter Machacón y tenía fama de pesado. Mientras encendíamos un puro de energía positiva para limpiar los chacras nos saludó una mujer madura, bella y resplandeciente. Resultó ser Virtudes Democráticas, ex alcaldesa solo por una legislatura y a la que no parecían hacerle ningún caso.
José paladeó el aire como quien busca protagonismo y, en eso, llegamos a la terraza de la plaza donde nos sentamos con un señor desnudo que cambiaba de color. Bienvenido Gintonic olía a esencia de cardamomo y llamaba por su móvil dando consejos de qué era lo más mainstream.
Allí nos dedicamos a observar y permanecía atento a la información que el alcalde me daba con un aire de tonto de baba. A pesar del aire, raro era el que no se paraba a hacerle reverencia.
El cabo Bulo dormitaba en su Renault 4 y veía a través de sus gafas de culo de vaso como los espejos de la calle del Gato.
Arriba, en la mejor zona del pueblo, se veían hileras de adosados. Era el barrio de los Psicólogos. Cada vez más grande y con más dibujitos por todas las partes. Cada uno de los vecinos del barrio le había puesto el nombre a un síndrome. Estaban todo el puto día dando la tabarra a la gente y echando la manica por encima del hombre. Según el cabo, eran origen de muchos problemas. Agustín Prudencia y Amparo Sentidocomún tuvieron un altercado con alguno de ellos en el bar y llevaban dos días durmiendo en el calabozo por prudencia, nunca mejor dicho.
De vez en cuando les crecían vecinos en alud. La secretaria del ayuntamiento, Bendita Burocracia, así lo corroboraba: “No cabe un tonto más en el pueblo; el otro día tiraron la estatua de un anciano, hijo predilecto, Don Wilfredo Historia, por ofendedor”. En sus palabras: “Yo no soporto esto ni un minuto más, pero es mi deber permanecer en mi puesto hasta la llegada del meteorito salvador”.
El desfile de personajes continuó sin cesar. En lugar de un pueblo parecía una urbe encalada de blanco y plata.
Elena Educación, la antigua maestra, llevaba ese año el bar de las piscinas. Las buenas lenguas cuentan que se fue del colegio aborrecida, por decencia, cuando Sor Pedagogía apareció de la nada con una dalla de inutilidad suprema.
La iglesia parroquial, dedicada a Santa Ínfula y San Pretencioso, sufría arquitectónicamente de merma crónica y hambre compulsiva. Inexplicablemente, se hacía cada año más pequeña. Mosen Soberano, al contrario, que no sufría arquitectónicamente de nada, se hacía cada año más grande.
Y, ¿cuándo trabaja esta gente?, me preguntaba yo como un imbécil mientras Bienvenido removía su pepino mainstream en un combinado de color rosa fluorescente. Allí el trabajo era intelectual, superior, indescriptible según palabras del alcalde que ahora se tornaba en alcaldesa con un aire incrédulo, mientras su pelo blanco se oscurecía con mechas de color violeta.
La alcaldesa, que tornaba ahora a convertirse en una minoría étnica racializada, hablaba orgullosa de los jóvenes del pueblo. De la Peña de los Milenials, decía, todos tienen títulos, a cascoporro, aunque no salen del local y esperan vacíos la llegada de las fiestas.
Me despedí de elle y le di las gracias por el paseo y por la copa. Quedamos en vernos pronto (más de lo que creéis). Mientras llegaba a Villarejo, por el retrovisor observaba cómo el pueblo se veía más pequeño cuanto más pensaba.
Si buscabas aquel lugar en internet había miles de millones de entradas pero ninguna salida. Como si en su misma existencia recayese el poder omnímodo del desconocimiento global.
Quizás no fuese lo que esperaba pero sí era un comienzo, así que cuando llegué a la redacción escribí el reportaje y lo guardé en la papelera del escritorio. Mi jefe me requería para un asunto banal en la Fuenfresca.