miércoles, 30 de agosto de 2017

El relato de verano de Víctor Manuel Guíu Aguilar: ‘Jesús’

El relato de verano de Víctor Manuel Guíu Aguilar: ‘Jesús’




Por Víctor Manuel Guíu Aguilar*
Me acuerdo perfectamente de cuando Jesús entró en nuestras vidas.
 
Era la 15ª etapa del Tour de Francia de 1994. Un gigantón de un metro y noventa y tres centímetros, arrastrando sus noventa kilos de peso, se retorcía como una enorme lagartija, a casi cuarenta grados, por las rampas del Mont Ventoux.
 
Yo era un niño amante del ciclismo y de los bocadillos. Corría lo que podía en un equipo ciclista de categoría infantil. Rodaba bien, pero cualquier cuesta de polígono industrial donde competíamos se me hacía larga para mi peso. Como decían las abuelas de aquel entonces, más resabiadas y menos modernas que las de ahora “era un crío de hueso ancho”.
 
Para un niño gordito como yo era un espectáculo emocionante ver a Eros Poli culminar la cima del coloso del Macizo Central. Nadie daba un duro por él pero ganó después de ciento setenta kilómetros escapado.  Aquel día quise ser ciclista para siempre. Salí al padre, así que pronto me incrustaron cerca de una barra y los sueños cambiaron por otros hasta perderlos todos un poco antes de la treintena.
 
Pues bien, como os contaba. Aquel día conocí a Jesús.
 
Los calurosos veranos los pasábamos con los abuelos y con mi madre en el altiplano. Huíamos del calor insoportable de la ciudad y descubríamos la libertad con nuestras bicis. Un pueblo eterno, condenado al olvido, que resucitaba cual ave fénix los meses de verano. La explanada de la puerta de la iglesia, que contaba con poco más que un columpio y dos bancos oxidados, se llenaba de bicicletas. Algo así como una alucinación que, pasadas las fiestas de verano, a final del agosto, se tornaba a su hueco silencio hasta el verano siguiente.
 
Mis abuelos todavía vivían en el pueblo. Mi madre y mis tías habían “repartido” y visto que la casa se caía a pedazos, decidieron meter el poco dinero que tenían en arreglarla para hacernos felices y no romper del todo con su infancia.
 
Jesús llegó, como contaba, mientras Eros Poli se retorcía en las rampas de la montaña del viento. Antiguo conocido de mi abuelo le invitó, sacaron café y pastas y, en una servilleta, al mejor estilo español, sellaron el trato.
 
Poco a poco, con el paso de los días, Jesús se fue haciendo uno más de la familia. A los niños nos encantaba. Era capaz de coger su bici y hacer carreras con nosotros en las tardes de más calor, o contarnos chistes verdes e historias de juventud de la familia mientras nos ofrecía un cigarro al resguardo de la hormigonera.
 
Al año siguiente Jesús todavía estaba allí, paso a paso, subiendo su particular puerto. Parecía que le llevaba media vida a un pelotón que, misteriosamente, con estas cosas que pasan cuando “el roce hace el cariño”, permitía esa escapada como quien no quiere llegar a la meta.
 
Jesús era un especialista en paellas. Las sabía hacer de todas clases. Conocía los trucos sencillos de los valencianos y podía conocer el origen del maestro paellero con probar sólo una cucharada. Los domingos, como es natural, es día de paella. Mi madre y mis tías preparaban los roscos y los ingredientes con mimo y, acompañadas de un buen vermú, se pasaban media mañana, con misa y responso incluidos, hasta que aquello empezaba a sudar. Jesús, con sus horarios leoninos, se acostumbró a trabajar las mañanas de domingo. Podríase decir que sin él la paella no estaba del todo terminada.
 
A los cuatro años de empezar la obra el ritmo se ralentizó. La ocasión lo merecía. Con el nuevo acomodo en el pueblo de mis abuelos (dijeron que no volvían a la ciudad ni para ir al médico) mi madre y mis tías aprovechaban para festejar comuniones y cenas de gala familiares en la casa del altiplano. Creo que fué cuando por fin se enchufó la caldera. “Todo un honor, me permitirán”, dijo Jesús, que siempre iba manchado como un eremita copto. Con tanto festejo al pobre no lo dejaban trabajar.
 
En los primeros tours del siglo XXI, cuando a mí ya me había dado por la barra, parecía que el ciclismo ya no era el de antes. Un americano con cara de mala hostia se los llevaba de calle y todos rezábamos por dentro para que nunca llegara a ganar un sexto, lo cual implicaba joder la memoria del gran Miguelón.
 
Parecía que la ventaja de nuestro albañil escapado iba dejando que desear y la duda del dopaje rondaba por la cabeza senil de mis abuelos. En esto que, circunstancias de la vida, el yayo murió un buen día de agosto, fiel a su estilo, sin mucha palabrería y una media sonrisa en la boca como diciendo “al menos os he jodido bien las fiestas”.
 
En un pueblo del altiplano, donde es difícil aguantar a un alguacil aún con la perlita de “damos casa y curro, chévere, vente cuando quieras con tus criaturas”; sucedió un imprevisto. El alguacil no estaba, ni se le esperaba, y le pidieron a Jesús, que era como de la familia, que cerrase el hueco del nicho. Jesús, apenado por la muerte del abuelo, con el que siempre hizo muy buenas migas, se puso a ello.  A los tres años murió la abuela, en idénticas circunstancias y Jesús por fin pudo decir que acabó una obra, el cierre del nicho del abuelo, que aún andaba apuntalado y con el nombre escrito con un clarión  ennegrecido.
 
La muerte de los abuelos deshizo un poco la familia, una tradición española de la cual no podemos renegar. Que si uno se queda con el piso, que si otro con la casa, que si tu bancal es mejor que el mío. Para nada sirvió la “repartición” del año que llegó Jesús, del año 0 de esta historia. Así que, entre “riñas y riños” anduvimos un buen tiempo, dejando el pueblo un poco de lado.
 
“Ya lo cuidará el Jesús”, renegaba mi padre, si no acaba antes la obra, claro.
 
El año que Carlos Sastre ganó el Tour nació mi hijo Manuel.  Mi mujer conocía el pueblo y nuestra casa. Una de mis tías, la más protestona, había sufrido un accidente y estaba más muerta que viva. Mi madre, que a sus setenta años seguía hasta los cojones de mi padre, se largó la primavera al pueblo, a comprar tabaco, y allí se quedó.
 
Se encontró la casa impecable. Sabía que algunos de mis primos iban de vez en cuando y, por supuesto, allí que estaba trabajando Jesús, algo más cargado de arrugas y con las manos más finas que un notario del Paseo Independencia.
 
La decisión de mi madre fue lo mejor que nos pudo pasar. Por fin volvíamos al pueblo y nuestros hijos y sobrinos podían vivir las aventuras que vivimos nosotros de niños. Bicis por el suelo. Cigarros a escondidas. Ir a coger ranas… Pronto descubrimos que, a pesar de la libertad con la que contaban los críos, la esclavitud del youtuber hacía que prefiriesen ver bicis por el suelo y ranas en los vídeos que inventar sus propias aventuras. Ningún sobrino ni, por supuesto, ninguno de mis hijos (como Contador, yo tenía mis tres tours –y digo bien-) hacía mucho caso de las historias de Jesús, aquellas que nos contaba en el tedioso sol de agosto o en la penumbra de la bodega del abuelo, donde acostumbraba a trabajar la mayor parte de los días.
 
El año que un keniata ganó por cuarta vez el Tour mi mujer y yo hicimos un viaje por Italia. En el altiplano quedaron nuestros niños, con sus primos y mi madre. Todo para ellos eran bicis, mañanas durmiendo y tardes de fresca en la portada de la Iglesia, al rebufo del wifi del ayuntamiento.
 
Mi mujer y yo visitábamos Verona y paramos en un bar de vinos a remojar una mañana para nosotros solos. Un señor de casi dos metros nos atendió detrás de la barra con una sonrisa pícara, casi épica. El mismísimo Eros Poli nos estaba sirviendo un vino.
 
No pude esperar mucho sin llamar a mi madre. “Mamá, no te lo vas a creer, estoy en Verona con Eros Poli”. Mi madre, antes de pasarme a los críos para ver cómo estaban me contestó, entre triste y agobiada: “Hijo mío, Jesús se acaba de marchar. La obra está acabada, ya podemos descansar”.
 
 
 
 
*Víctor Manuel Guíu Aguilar: “De entre todas las cosas que uno hace mal, la peor siempre está por llegar.  Mientras cada cual espera su hora, cualquier chorrada se hace gigante, cualquier cosa importante se vuelve chorrada. Entre tanto, uno espera defraudar lo máximo posible a su ego, imposibles citas absurdas de cuando quisimos ser los mejores.”  ‘sociologiagrotesca.blogspot.com.es’

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